EN  LA  BAÑERA

© Copyright Jordi Rodríguez-Amat

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Nos encontrábamos en la bañera, los dos juntos. Ella parecía feliz. En todo caso, hacía como si lo fuera. Imaginé, pues, que lo era. Yo me encontraba a su lado. La bañera era pequeña. Ella, echada de espaldas con la cara hacia arriba, yo la observaba directamente a los ojos, a la vez que paseaba mi mano acariciando sus pechos, vientre y muslos. Repentinamente me puse encima de ella y, la tentación de hacer el amor, apareció en mi mente. Un día, pensé, haremos el amor en una bañera más grande, mucho más grande que esta. Su mirada, ojos dilatados, era penetrante y dispersa, pero inquisidora al mismo tiempo.

Matilde era una mujer melancólica y triste. Solo nos unía un simple vínculo sentimental, muy superficial, nada más. Mujer emotiva y muy dubitativa, sus sentimientos eran esencialmente diferentes de los míos. Incluso nuestros caracteres no tenían nada que ver entre sí. No puedo negar que la amara, aunque nadie me hubiera enseñado a hacerlo. Sin embargo, mi amor era inconstante y frágil, un amor recóndito. Era una mujer candorosa y, aunque sensitiva, poco sensible. Durante nuestros encuentros amorosos, su cuerpo me pertenecía enteramente. Podía dármelo fácilmente, pero no su alma. A veces sus ojos desvelaban un pensamiento oculto que yo no llegaba a descifrar. ¿Representaba ella también su papel? ¿Y yo, me reiré más tarde de esta locura pasional como he hecho con otras? Ya que, aunque gozaba profundamente, no me sentía capaz de vender mi alma al diablo a cambio de perpetuar este momento. Me sentía protagonista y espectador al mismo tiempo. El juego eterno de la pasión y del amor había curtido mi espíritu y me encontraba al amparo de toda miseria humana.

Sus ojos reflejaban aún el sufrimiento y la tristeza de la incomprensión sufrida entre ella y su exmarido. Cuando me manifestaba el odio que todavía guardaba hacia él, yo la escuchaba con compasión. Se separaron hace tres años. Al igual que lo que ocurre con muchas otras parejas, su relación había sido muy compleja. Incluso sus relaciones sexuales no habían sido nunca buenas. Ella tenía el complejo de que la ruptura había sido motivada por su incapacidad para ofrecerle verdaderos goces sexuales. Un día me contó incluso que su exmarido le había propuesto realizar un intercambio de pareja con otra pareja amiga, pero nunca me dijo si aceptó o no. Del exmarido, solo sé lo que ella me contó.

Conocí a Matilde por casualidad. Un hermoso día de verano, estaba yo tomando una cerveza en la barra del café Zurich en Barcelona, cuando ella, que se encontraba a mi lado, me dijo, después de haberme examinado de reojo; ¿Tiene fuego? Permanecí un buen rato mirándola a los ojos. Los tenía bonitos, incluso muy hermosos. Me embrujaron. Al cabo de algunos segundos, le respondí: una mujer tan hermosa como tú no debería fumar. Enrojeció e, inmediatamente, se me acercó y, sin decir una sola palabra, me dio un beso en la mejilla.

No me fue difícil enamorarme de ella. Con el tiempo nuestra relación sentimental se balanceaba. ¿Hay alguna relación amorosa que no sea totalmente imposible? me preguntaba yo mismo de vez en cuando. Si no totalmente imposible, la nuestra casi lo era. Las relaciones entre los individuos se presentan generalmente difíciles de armonizar. Ella tenía miedo. No miedo de mí. Ni de principios morales que hubieran podido angustiarla. Tampoco del recuerdo que recaía sobre ella del sufrimiento que soportaba aún de su unión marital. Se perturbaba por creer que su incapacidad no le permitiría corresponder a una nueva relación sentimental por las dificultades que ella creía poder encontrar de nuevo y también debido a su situación personal, una situación económica precaria así como su incapacidad para administrar el pequeño patrimonio que le había dejado su exmarido. Un determinado desorden llenaba su cabeza. Por todo ello, era una mujer frágil y, sobre todo, no podía soportar la idea de un nuevo fracaso sentimental.

Ella se daba cuenta de que yo me mantenía al margen, con el fin de no implicarme en su vida personal y crearle aún más confusiones y problemas particulares. Matilde, le decía yo de vez en cuando, sé que las relaciones sentimentales a veces son difíciles, pero la nuestra podría limitarse a ser un simple juego sentimental y tenemos la posibilidad de jugarlo. A pesar de que todo pudiera caer en una ruptura, podríamos evitar, inteligentemente, las posibles malas consecuencias. A priori, el miedo que ella tenía de una ruptura no le permitía gozar profundamente de nuestra relación. Había, además, otros problemas personales que limitaban su disposición a tomar decisiones intrépidas. Los hijos, aunque emancipados desde hacía unos años, oprimían a su madre. No podían hacer lo mismo con el padre debido a la barrera que este había erigido entre ellos. Además, el padre de ella era muy viejo y las necesidades de afecto la obligaban. Cuando yo le hablaba, una niebla opaca aparecía bruscamente en su rostro. Era como si el vacío llenara su espíritu.

Me hubiera gustado penetrar en sus pensamientos y así poder introducirme en el interior de su mente para desnudar su alma. Todo lo que yo podía hacer era desvelar a través de sus ojos la placidez de sus nostalgias teñidas de odio, la alegría marcada por la huella de tristeza de nuestra relación y el pensamiento hermético de su mirada.

La voluptuosidad de nuestra relación llenaba nuestros estados de ánimo de placeres temporales. Pensé que a ella también le hubiera gustado perpetuar estos momentos, pero en la vida nada es eterno. Los sentimientos internos del individuo, así como el mundo exterior, están en constante evolución, y la metamorfosis del cuerpo se da la mano con la evolución del conocimiento. Incluso el universo está sujeto a los cambios temporales, es el Ta Panta Rei de Heráclito. En aquel momento se me apareció en la mente la idea de que todo cambia, excepto la perfecta continuidad del cambio. Y si el mundo es un fuego que nunca se apaga, no sucede lo mismo con los sentimientos, ya que las llamas del amor se encienden y se apagan continuamente.

Nos encontrábamos en la habitación 34 del hotel Rivad al Moussilka en la antigua medina de Marrakech. Yo no paraba de mirarla a sus ojos embrujados que lucían una brillantez inusitada. Desde la habitación podíamos oír discretamente el agua brollando de la fuente en medio del patio y el susurro casi silencioso del mundo exterior. Verdaderamente, no me hubiera faltado el valor de decirle: Te amo, pero no se lo dije ya que yo mismo sabía que no hay un amor infinito. Incluso pensé que ella podría estar pensando lo mismo que yo. Me puse en su piel para tratar de imaginar lo que tenía en mente, pero no lo conseguí. Aunque real, todo parecía un sueño que tarde o temprano se diluiría y, con el tiempo, del recuerdo solo quedarían algunos detalles.

Cuando salgamos de la bañera, pensé, iremos a la cama, la tomaré en mis brazos y la amaré profundamente.

Jordi Rodríguez-Amat

A Centro de Arte Contemporáneo, Casa-Taller Rodríguez-Amat A Centro de Arte Contemporáneo, Casa-Taller Rodríguez-Amat