GRECIA

Jordi Rodríguez-Amat

 Copyright 2006: Jordi Rodríguez-Amat

Este texto ha sido registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual del Departamento de Cultura de la Generalitat de Catalunya.

A principios del mes de febrero del 2002, emprendí viaje hacia Grecia. Hacía muchos años que Grecia bailaba por mi cabeza. Fue a partir de los años en que se despertó en mí la conciencia para los valores culturales que, poco a poco, fui adquiriendo del origen de la cultura occidental lo que me atrajo hacia ese país. No de la misma manera que me atraían otros países, sobre todo asiáticos como la India, sino con una significación muy cercana a nosotros; Grecia fue la cuna de nuestra cultura y del mundo occidental.

Aunque había pocas, fue en el Liceo las Artes de José Alumà en Barcelona, la escuela donde hice mis primeros pasos en el mundo del dibujo y la pintura, donde pude dibujar algunas esculturas griegas, clásicas y helenísticas. Eran copias en pequeño formato hechas con yeso de escayola. Posteriormente, en septiembre de 1960, en el examen de ingreso a la Escuela Superior de Bellas Artes de Sant Jordi en Barcelona, tuve que dibujar el Apoxiomen de Lisipo. El examen tuvo lugar en la clase donde se hacía el denominado Dibujo del Antiguo. Allí había muchas copias en yeso de esculturas griegas y romanas antiguas y, cada vez que entrabas en aquella aula, te adentrabas en un mundo clásico relleno de una estética modélica para todos nosotros. Es evidente que el yeso es apático, desapasionado y despojado de la calidez que presenta la claridad diáfana del mármol. Era sin embargo el espíritu de las formas, las proporciones clásicas, el equilibrio y tantos otros valores estéticos que prevalecían en los estudios de aquella escuela de arte, lo que nos transportaba hacia un mundo rico de belleza pura.

Apoxiomen de Lisipo

Mi formación artística siguió los principios establecidos en las escuelas de arte de entonces y el mundo clásico, con todo su contenido estético de belleza y proporciones, anclaba el barco de la evolución del arte a doctrinas apoyadas en el mundo grecorromano, un mundo matizado por siglos de reflexión renacentista.

Algo que ayudó un poco a aumentar en mí el deseo de conocer Grecia fue una pequeña charla que hizo Francesc Artigau, un compañero de la Escuela de Bellas Artes, en la sede del SEU, el Sindicato Español Universitario, un sindicato de estudiantes creado por el franquismo, cuyo único objetivo era controlar el mundo universitario estudiantil desde el poder totalitario de la dictadura. La sede de este sindicato se encontraba en la calle Canuda de Barcelona, cerca del Ateneo barcelonés. Francesc Artigau había terminado los estudios de Bellas Artes un año antes que yo y a lo largo del verano había hecho un viaje por Grecia. En mi recuerdo no se mantiene ni la magnitud del viaje ni las características de lo que nos contó. Sencillamente recuerdo que, asistido por unas explicaciones muy sencillas, nos mostró unas diapositivas y unos dibujos que él había hecho durante su viaje.

Lo que sí provocó un fuerte deseo para adentrarme en la cultura helénica fue la lectura a lo largo del otoño de 1965 en París de un libro de Henry Miller titulado The Colossus of Maroussi. Lo leí en francés, pues en ese momento yo no tenía la capacidad de leer en inglés textos con cierta dificultad. Ahora no recuerdo si fui yo quien lo compró o bien fue Elisabeth quien me lo regaló. En todo caso, ella lo había leído y me lo recomendó. Hoy no se mantienen claros los detalles del libro, ni siquiera los lugares descritos, lo que se mantiene son los recuerdos de los sentimientos que generó en mí su lectura. El viaje a través de los diferentes parajes de la geografía helénica, las vivencias vividas por el autor, los encuentros y todo lo que describe el libro crearon en mí la pasión por, un día, adentrarme personalmente en el mundo helénico. Años más tarde, hacia 1984 leí de él Tropic of Capricorn, un libro excéntrico, pleno de mujeres nimfomaníaques. Un libro excitante y exitoso, salvaje, potente, uno de esos libros que difícilmente puedes abandonar a media lectura.

La lectura de un libro puede provocar estados sensitivos generados por valores inherentes a la obra e independientes de la simple narración descriptiva. Entonces, el recuerdo no se fundamenta en los hechos descritos, sino en los estados emocionales que el libro hubiera podido generar en el momento de la lectura. Es así que, una vez el sustrato del relato ha desaparecido así como el olvido de este o bien de aquel personaje, subsiste el hálito que mantiene el poso de las sensaciones. Hay libros cuya lectura permite solo seguir la simple narración, aunque pudiera estar profundamente documentado. Entonces los recuerdos se disipan y llegan incluso a desaparecer.

Acrópolis de Atenas

No todos los deseos son siempre realizables, hay muchos y hay que elegir, siempre en función de muy diferentes factores. Es así que a lo largo de muchos años, ahora más, ahora menos, Grecia aparecía y desaparecía de mi espíritu. Los siete años que, además de otras materias, dediqué a la enseñanza de la historia del arte avivaron puntualmente mi deseo de conocer directamente aquellos lugares. Por el hecho de conocer la historia del arte, tanto la arquitectura como la escultura griega no me eran ajenas, al contrario; Cnossos, Micenas, la Acrópolis de Atenas, Epidauro y tantos y tantos otros lugares me eran del todo familiares. Era todo un conocimiento despojado de la visión directa, un conocimiento formal, pero sin la profundidad de la vivencia personal, del tacto sensitivo con la obra. En todo caso yo ya había podido contemplar directamente un buen número de esculturas griegas y romanas, originales y copias antiguas, en los grandes museos de Europa: el British, el Louvre, el Vaticano. Es así que el conocimiento que dio el estudio se añadió el haber podido contemplar directamente aquellas esculturas.

Durante muchos años el deseo de conocer directamente Grecia fue tomando cuerpo y fue justamente lo largo de la primavera del 2001, después de un viaje hecho por Egipto el mes de febrero del mismo año, que se despertó definitivamente en mí aquel deseo. La decisión fue rápida: de Egipto a Grecia. A lo largo de los siguientes meses soñé y planeé el viaje. Lo he dicho muchas veces; soy un soñador. No me despertéis. Bien que lo intentáis, pero yo no quiero despertar. Quiero soñar. Quiero que mi muerte sea también un sueño. Como podría yo vivir sin soñar el sueño de la vida, el del deseo, el del amor, el sueño que sale de dentro afuera, el sueño que no se interrumpe nunca, el sueño que nutre la vida, el sueño que nos alivia de los dolores, de la desidia, el que no mata y el que mata, el que nos libera de los demás y de uno mismo, el sueño de las esperanzas, de los proyectos, el sueño que desata la imaginación, el sueño quimérico, mi sueño.

Llegué al aeropuerto de Atenas al atardecer. La hora del día y la modorra de la climatología no permitían ver la ciudad desde el cielo. En el momento del aterrizaje aparecieron cuatro luces mal encendidas rodeando un espacio tétrico y desconocido. Un taxi medio desmantelado inició un trayecto largo por calles y más calles, semáforos por todas partes, sencillamente caótico. Del mismo modo que otras ciudades, El Cairo y Delhi, entre otras, Atenas es una ciudad en la que el tráfico es absolutamente confuso. Unos días más tarde alquilé un coche para ir libremente por lugares del Ática y el Peloponeso. La carretera o autopista que lleva del sur del Ática hacia el Peloponeso atraviesa la propia ciudad de Atenas. Era, es cierto, la hora punta de la tarde, entre las doce y las dos aproximadamente y la mala señalización, el desconocimiento de la ciudad y el tráfico absolutamente caótico me obligaron, después de sufrir durante más de una hora el embotellamiento y consecuentemente la inmovilidad que recaía sobre la ciudad, a mal aparcar el coche y esperar una hora más, para poder continuar el trayecto.

El hotel se encontraba no muy lejos del museo arqueológico. Un cuatro estrellas bien puestas me ofreció una habitación ancha con todo tipo de comodidades. El comedor estaba adornado con una fuente de donde brotaba agua con luz de colores. Todo ello de lo más kitsch. Un pianista, cansado de repetir día y noche las mismas piezas, estaba sentado ante un media cola. Melodías y tonadas mundialmente conocidas floreaban un espacio ciertamente melancólico. El servicio muy apático. Cuatro palabras en inglés mal pronunciadas servían para desear buen provecho. Al lado, el salón estaba repleto de gente con mujeres ataviadas con trajes de media gala. Yo me sentía observador protegido en el centro de aquel espectáculo, rico y vulgar vez.

 

Al día siguiente, ya de madrugada, me sentía ansioso para emprender el camino de la Acrópolis y, después de desayunar, inicié a pie un sinuoso trayecto por calles y más calles para, finalmente, situarme ante los Propileos y sentir las emociones que hacía años y años deseaba experimentar. Con una perspectiva en contrapicado y avanzando lentamente en sentido ascendente el pecho se me hinchaba para poder contemplar por primera vez aquella maravilla. La grandiosidad de los Propileos revelaba la magnificencia de toda la Acrópolis. Columnas y arquitrabes en el más puro estilo dórico mostraban la serenidad austera de aquella arquitectura. El día era magnífico y las estrías de los fustes marcaban los límites entre luces y sombras. Por mi mente pasaba la geometría gráfica de la arquitectura griega que tantas y tantas veces yo había enseñado a dibujar. Aquella geometría se basaba en el tratado hecho por Il Vignola en el siglo XVI en el que presentaba un sistema gráfico para representar bases, fustes y capiteles de la arquitectura clásica.

Propileos

 

Apenas traspasada la portada, a la derecha, magnífico, se erigía el Partenón. Qué maravilla!. A pesar de estar en proceso de restauración, con andamios a un lado y al otro, la magnitud espectacular del edificio lucía ostentosamente el equilibrio, la magnificencia, la serenidad que desde hacía más de dos milenios soportaba en la cima del hombro. El friso estaba desnudo, el tímpano desolado. Peligros de destrucción recaían sobre tanta maravilla, sin embargo, ¿no es legal el derecho de Grecia de recuperar todo aquello que el poder colonizador expolió? La arquitectura de todo el conjunto mostraba una de las creaciones más perfectas del espíritu humano.

La emoción del momento conjuntamente con mi estado de espíritu personal ayudaron a experimentar uno de esos momentos difícilmente olvidables. Me encontraba en el centro de uno de los orígenes de toda la cultura occidental. La satisfacción personal se mezclaba con la irritación de pensar que el ser humano no fue capaz de mantener intacto todas aquellas maravillas. Los intereses humanos en cada una de las diferentes épocas, el odio a esta o aquella religión, la inconsciencia y tantas otras virtudes de los malos espíritus han permitido la destrucción parcial o total de muchas de las creaciones del espíritu humano. En este momento recuerdo haber leído que el Coliseo sirvió de cantera para la construcción de muchas iglesias romanas. ¡Maldita sea la barbarie humana!

Partenón

En el taller de Fidias en Olimpia

Ante mí se erigían los espacios que desde el siglo V antes de Cristo habían recorrido tantos y tantos personajes de la Grecia antigua. De repente, y sin poderlo evitar, la imaginación se me desbocó y me permitió dialogar con Iktínios y Kallikrátia, entre muchos, muchos otros. De lejos vi pasar Pericles con todo su cortejo. A Fidias lo reencontré en su taller en Olimpia. ¡Qué envidia! ¿Cómo un ser humano fue capaz de parir aquel friso? ¿Volverá aquella maravilla a su lugar de origen?

Detalle del friso del Partrenón de Fidies

El día era espléndido y las luces del Ática calentaban el mármol blanco. Hoy nos puede parecer inverosímil que toda aquella blancura fuera recubierta por colores llamativos. La costumbre nos hace ver la arquitectura y la escultura griegas bajo la pureza de la blancura del mármol. Di la vuelta a todo el Partenón. Unas vallas no me permitieron acercarme. Mejor! Así la perspectiva, desde mi punto de vista, permitía la visión de todo el conjunto. No pude sustraerme al análisis de las diferentes partes del edificio. Haber enseñado la historia del arte me había obligado a analizar todas y cada una de las partes de la columna, el arquitrabe y el tímpano, entre otros. Contaba el número de columnas conformando el peristilo, los tambores de los fustes, los capiteles con cada una de sus partes, los triglifos y las metopas. No podía liberarme de mis conocimientos. Sé que no nos podemos presentar libres del bagaje de nuestros conocimientos ante las cosas o los hechos y estamos sometidos a lo que somos. Y somos lo que somos por todo un proceso de formación a lo largo de nuestra existencia. No existe la libertad del individuo, Somos lo que somos y no podemos evitarlo.

Estos días, mayo del 2006, ha estado residiendo en la fundación que lleva mi nombre el escritor guatemalteco Eduardo Halfon y hemos estado hablando, entre otras muchas cosas, de las lenguas. Le expliqué que mis conocimientos me permiten escribir en otras lenguas. Es evidente que puedo, aunque no sé si lo haré, traducir al francés, inglés e incluso al alemán este escrito.

Cerdos turcos y venecianos cuyo deseo de poder con la ignorancia del momento derruyeron lo que hoy admiramos con toda su grandiosidad. Después vinieron los ingleses, expoliando a diestra y siniestra, considerándose dueños y señores del mundo. Ruin derecho del expolio que el poderoso cree poseer sobre el débil. Por mi mente pasa ahora la destrucción de las culturas precolombinas sobre las que los conquistadores españoles sobrepusieron los intereses personales de riqueza, poder y religión. Considerados poseedores de valores absolutos, tenían la capacidad de destruir todo lo que no encajaba con sus principios: poder dictatorial, aniquilador, sencillamente poder salvaje. Imagino aquellos conquistadores armados y sin alma, bien, la de ellos, la cruz a la izquierda, la espada a la derecha. La historia ha sido y sigue siendo un rosario de construcciones y destrucciones. ¡Maldito ser humano!

El Erecteión

En medio de un sol luminoso, claro y mediterráneo, el Erecteión mostraba su ligera feminidad bajo la cautivadora protección de las subyugadas cariátides, copias de las que se encuentran en el museo de la Acrópolis, una, sin embargo, voló hasta el museo británico. La perspectiva de todo el conjunto desde mil y un ángulos diferentes me ofrecía uno de esos estados de placidez que solo se alcanzan puntualmente. De repente, silenciando mi ida, yo, sentado sobre una piedra, años ha convertida en ruina por la desolación de los tiempos, conversaba mentalmente con la sabia Atenea. No me sentía ni orador, ni poeta, tampoco filósofo, sencillamente un simple mortal disfrutando del bienestar del espacio y el tiempo que me ofrecía su compañía en aquel lugar. ¿Era realmente virgen, tal como la llamaban los atenienses? No se lo pregunté. Muy bella debían verla para construir un templo como el Partenón y para que el gran Fidias la revistiera de oro y de todo tipo de ornamentos. ¡Quien pudiera verla allí, en el corazón de la acrópolis, luciendo todo su lujo! ¿Quién sabe? Imaginemos por un momento que damos fe a las reencarnaciones y yo, o tú, querido lector, fuéramos uno de esos obreros canteros del siglo V antes de Cristo disfrutando fervorosamente de la visión de aquella imagen. También podríamos haber sido Kallicrátia o Pericles. Más aún, soñemos y considerémonos ser el propio Fidias, o mejor, el amigo, luz y sombra del escultor, caminando de madrugada un día de primavera, verano u otoño, ambos cogidos de la mano, camino de la Acrópolis, sintiendo el temblor del genio pocos minutos antes de enfrentarse nuevamente con el mármol duro. Fidias y yo, los dos enamorados de la sabia Atenea, el artista de la modelo, yo del mármol relleno de pedrería.

Durante los siguientes días continué deambulando por muchos otros lugares de la ciudad: espacios antiguos, viejos y modernos, calles y callejones, museos, y todo tipo de espacios y rincones preñados de olores y colores. La pictórica vida reciente de la ciudad evoluciona dentro del barrio de Plaka y en el entorno de Monastikari. Mercados, tiendas de todo tipo, pequeñas tabernas típicas, restaurantes, todo ello en calles estrechas donde, dentro y fuera, se respira, el ruido ahora bullicioso, ahora silencioso de la ciudad.

Unos días más tarde, un avión bimotor a hélices salía del aeropuerto de Atenas en dirección a Creta. La llegada por el cielo permitía ver la luminosidad de un mar profundamente azul salpicado de palomas. Allí, justo a mis pies, se mostraba Creta, hermosa, con montañas en forma de pechos, una de las cuales, Ida, abrigó los primeros llantos de Zeus cuando, alejado de su padre, fue amamantado por la ninfa Amaltea.

Mi espíritu lucía un cierto estado de excitación producido por la emoción de poderme sumergir en el laberinto bajo la piel de Teseo. Más y más sentía batir mi corazón para poder disfrutar por un momento del amor de la bella Ariadna, un amor posteriormente abandonado a Dionisio en Naxos.

En el aeropuerto me esperaba una mujer joven. Hablaba francés con dificultad. En taxi llegáramos al hotel. Un hotel, cuatro estrellas, casi vacío. El mes de febrero es temporada baja en Iraklion. A la hora de la cena dos o tres mesas mal paradas sobresalían de entre una veintena. Dos camareros y un par o tres chicas de servicio se movían de aquí allí y de allí a aquí. Tenían muy poco trabajo. Uno de los camareros, de cultura media baja, me explicó que su hijo estudiaba en la escuela de hostelería en Iraklion. Evidentemente, bajo la influencia del padre, camarero, el hijo había de alcanzar otro nivel. Cuatro propinas ensancharon labios y espíritu.

Ruinas de Cnossos

La visita de las ruinas de Cnossos no podía esperar mucho tiempo y al día siguiente, con un mapa en la mano y, después de haber preguntado por la estación de autobuses, me adentré por carreteras en estado medio deplorables con un autocar muy desatendido en dirección a las ruinas. Cnossos no se encuentra muy lejos de Iraklion y, si la memoria no me engaña, al cabo de poco más de media hora o tres cuartos llegué a una zona poco poblada. Allí presumía yo, se encontraba muy cerca Minos, escondido en una de las mil salas del laberinto, la cámara real, bien sentado en su trono.

Toda ruina respira el aliento de los tiempos pasados: la grandiosidad evidenciada por la pequeñez del presente. Mucha y poca imaginación exige reconstruir la ciudad-palacio de Cnossos con la magnificencia de los grandes espacios monumentales, edificaciones de todo tipo adornadas de pinturas murales, zócalos de piedra y alabastro, cámaras y más cámaras, pavimentaciones, almacenes y, más y más. Una de las características que más nos puede sorprender es la columna en forma de tronco de cono invertido y un capitel con una gran garganta aplastada bajo un ábaco. Cnossos se nos presenta hoy disfrazada por una ruina emergida del derrumbe de más de tres milenios.

 

La vida supuestamente fácil en un lugar paradisíaco, libre de miedos y murallas, nos hace pensar en la placidez de una existencia agradable e idílica, entregada al deporte y a la belleza física, el toro que, tantas veces representado en la imaginaria minoica, fecundó Pasífae de donde surgió el Minotauro.

Después de sentarme en el trono real, recurrí a lo largo de todo el día un rincón y otro, subí escaleras y las bajé. El sol me impregnaba de pies a cabeza y, poco a poco, la ruina se transformaba por efecto de una fuerte metamorfosis en un magnífico palacio, grandioso, maravilloso. De repente me encontré rodeado de hombres y mujeres magníficamente vestidos, la flor en los labios, moviéndose de un lado al otro. Las columnas aparecían con un fuerte cromatismo. Las paredes lucían magníficos frescos con todo tipo de ceremonias religiosas y lúdicas. Un cortejo de hombres, torso desnudo y faldas hasta el tobillo llevaban animales. Las mujeres, vestidas con faldas anchas hasta los pies, eran portadoras de portaderas y garras en un suntuoso ritual funerario. Sin casi darme cuenta me encontré saltando yo mismo con unos atletas en la cima de grandes toros. El entusiasmo y la excitación provocada por el entorno eran absolutos. De repente un cierto estado melancólico me embriagó suavemente, el sueño se amortiguó y yo me encontré inmerso en unas ruinas que, gracias a las reconstrucciones de Sir Arthur Evans, me habían permitido inhalar el aliento de Ariadna.

Y en esta ciudad, Iraklion, el caminante distraído, vagando por las calles sin mucho beneficio, llega a un lugar donde el camino sube arriba la muralla. Desconozco ahora el lugar exacto, norte, sur, este u oeste, pero allí, abierto a los cuatro vientos visuales, una simple tumba emerge, potente: Nikos Kazantzakis. La emoción hinchó mi pecho ante su tumba, aunque en ese momento solo había leído una de sus obras y de eso hacía ya mucho tiempo: Alexis Zorba. Bajo el consejo de Elisabeth compré este libro del escritor traducido al francés, ya que yo ni conocía, ni conozco el griego, idioma en el que está escrita la obra.

Alexis Zorba es una novela, un canto a la vida, alma y espíritu se confunden y los valores estéticos y morales se contraponen en un intento de alejar al individuo del mercantilismo social para alcanzar los más altos niveles de espiritualidad. De la novela se mantiene en mi espíritu la esencia de un personaje libre, resuelto, sabedor de lo que quiere, un individuo que vive para vivir y no para someterse a la vulgaridad de los materialismos sociales: transformar la existencia diaria en valores espirituales constantes.

Tumba de Nikos Kazantzaki en Iraklion

Es el propio individuo el que decide, evidentemente si tiene la capacidad, su comportamiento estético, ético y moral. ¿Tenemos conciencia de lo que buscamos? ¿Queremos satisfacer nuestros deseos a nivel material? ¿Nos interesa más el placer del dinero? ¿El de la creación artística? ¿El del bien de los demás? A lo largo de una vida hay siempre diferentes estadios en los que la persona padece efímeramente estados mutables, aunque la propia personalidad se mantiene casi siempre constante a lo largo de todo el recorrido. Son los valores últimos que pretendemos alcanzar los que marcan este recorrido. En un momento determinado de la historia, el ser humano comienza a reflexionar sobre los valores que delimitan el propio comportamiento y el de los demás y decide crear leyes que determinan la conducta del grupo y la del individuo: la estela de Hammurabi, las tablas de Moisés, las leyes de Justiniano, entre otros.

Kazantzakis define la novela como un diálogo; el diálogo entre el escritor y el hombre del pueblo, es decir, el diálogo entre la pluma y la gran alma del pueblo. Alexis Zorba es, sin lugar a dudas, una de las novelas que se mantienen latentes en mi recuerdo. Allí se encuentra la esencia de Creta, la síntesis entre Oriente y Occidente. El escritor tiene visión de presente y de futuro con la mirada puesta siempre en el mundo, el de aquí y el de allí, a medio camino entre las dos civilizaciones. Alexis Zorba no es un Dios, ni un semidiós, tampoco es un héroe, es un simple humano, un alma errante en busca del placer, un individuo en constante lucha para mantener la libertad frente a la opresión social.

La obra de Kazantzakis es un grito: Todo hombre debe gritar antes de morir. Cuando el escritor siente un grito dentro de él no lo quiere ahogar para complacer mudos y tartamudos. El grito es la libertad frente a los otros: no quiero ser discípulo de nadie, tampoco quiero tener discípulos. Su recorrido en este mundo es un simple instante, el tiempo justo para gritar: Mi alma es un grito y mi obra la interpretación de este grito. Yo, allí, sentado sobre un ángulo de su tumba, el cielo de Creta en la cima, sentía retumbar su pluma, era un rugido profundo surgido del fondo del sepulcro.

Alexis Zorba es un personaje extraído de la vida real. Confiándome a la memoria, recuerdo que en el libro Carta al Greco, el cual también leí en francés justo después de mi estancia en Creta, Kazantzakis habla del personaje real. Un personaje con el que pudo compartir seis meses en Creta. En este momento, escribiendo estas palabras no me he podido liberar del deseo de reencontrar las páginas del libro donde Kazantzakis describe su encuentro con el hombre y me ha impactado el espíritu releer que cinco personajes a lo largo de su vida dejaron una fuerte impronta en su persona: Homer, Buda, Nietzsche, Bergson y, evidentemente Zorba.

De la lectura de un libro puede subsistir en el recuerdo el poso de las sensaciones que generó la obra y muchos de los detalles que sin lugar a dudas debe contener un libro pueden y suelen desaparecer con el tiempo. De la lectura de esta novela han desaparecido de mi espíritu muchos de los personajes, lugares y otras coyunturas singulares que estructuran su argumento, aunque sus recuerdos se pueden confundir con los de las imágenes de la película realizada a partir de la novela. El recuerdo es siempre selectivo, disipa muchas de las particularidades y otros contenidos y mantiene únicamente las sensaciones vividas en el momento de la lectura. Hay libros de los que, una vez las imágenes han formado parte del olvido, no queda ningún tipo de sensación, a veces, ni siquiera el placer que hubiera podido suscitar su lectura.

Hace unos días, aquí, en la Fundación Rodríguez-Amat, tuve una conversación con dos artistas residentes, ambos alemanes, Fred Kobecke y Holle Frank, los cuales habían leído lo que hoy todavía se considera un best seller: The Da Vinci Code de Dan Brown. Fred manifestaba una absoluta simpatía por el libro, defendiendo valores de erudición y conocimiento sobre la historia del arte que, entre otros y según él, posee la novela. Holle, por el contrario, creía que el libro estaba despojado de todo valor literario, consecuentemente emocional. Ambos coincidían, sin embargo, en la fuerte atracción que comportaba su lectura: una atracción que hacía muy difícil abandonarla. La conversación me despertó la curiosidad y decidí, a continuación, comprar el libro por Internet. Hoy, un par de semanas más tarde me he zambullido casi hasta la mitad. Mi sentimiento certifica mi reflexión sobre la obra; no es una de las lecturas que se mantendrán en mi recuerdo. Se trata de un libro que, si bien es cierto que tiene una superficial fuerza de atracción, está absolutamente despojado de cualquier valor sensitivo. Los valores literarios se limitan a crear intrigas, a fin de que el simple lector no pueda abandonar la lectura. El lenguaje claro, directo y fácilmente comprensible, propio, en todo caso, de un libro que busca única y exclusivamente satisfacer la epidermis de una gran masa social. Hay, además, el uso constante y excesivo de juegos simbólicos y criptográficos indescifrables: un buen guion para un serial televisivo.

Unos días más tarde, desde Iraklion, otro autocar tomó la ruta de la Messara, la región donde se ubican las ruinas de Festos. Creo recordar que fue Miras el destino del autocar, de donde fue indispensable tomar otro, ahora no recuerdo si hacia Matala o Agia Galini. Aunque las ruinas provocaron en mí una fuerte impresión, el haber, no hacía demasiados días, disfrutado profundamente las ruinas de Cnossos, no me suscitó la fuerte emoción que hubiera podido experimentar unos días antes. Solo había un autocar de vuelta y tenía que pasar a las dos y media; espera y espera. Al parecer, cuando el autocar debe partir de su origen y no hay ningún viajero, el chofer toma un comportamiento letárgico y, si no estás contento, ve a pie. No quedó otra opción que hacer autostop. Cuatro o cinco coches fueron suficientes para hacer el trayecto de vuelta hacia Miras. Un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, muy educado, hablando bastante bien el inglés, nos explicó que esto era bastante habitual.

Hacía días que yo ya había podido constatar la religiosidad del pueblo en esta isla mediterránea, sensación esta que no se me había hecho evidente en Atenas. Sea a pie, ya sea en coche o en autocar, mucha gente se persigna al pasar justo por delante de un templo, un cementerio o cualquier otro lugar religioso. Recuerdo como uno de los hombres que nos había cogido haciendo autostop, además de revelar una buena cultura, manifestó de esta manera su fuerte religiosidad, pues en los pocos kilómetros que duró el trayecto cinco o seis veces se persignó. Lo hacía justo al pasar junto a un cementerio, una iglesia o un monasterio, de los que hay bastantes por toda la isla. En Arcadia vi algo que también me llegó hasta el corazón. Arcadia es una región muy montañosa con carreteras peligrosas con muchas curvas. Cuando unos días más tarde me dirigí de Argos a Olimpia, después de haber visitado Epidauro, con un coche alquilado en Atenas, a los lados de la carretera había cientos de pequeñas capillas dentro de las cuales pequeñas lámparas de aceite ardían constantemente. Aquí en nuestro país podemos encontrar, aunque no con demasiada profusión, ramos de flores junto alguna carretera. Allí existe la costumbre de mantener vivo el candil en la capilla. Desconozco el sistema que les permite perpetuar viva la luz, aunque he de suponer que deben ser los mismos habitantes de la zona los que las alimentan.

Iraklion se mueve bajo un sol puramente mediterráneo, rincones y calles llenas de historia, plazas y plazoletas, de repente, un zócalo con un busto encima, un pequeño monumento que quiere representar Domenico Theotocopuli, El Greco. Nacido en Creta y formado en Venecia, no se sabe con exactitud el lugar exacto de su nacimiento, aunque parece que fue el 1541, según declaraba él mismo en 1606 tener sesenta y cinco años. Condenado a vivir en Toledo por imperativos del tiempo y no en Madrid como él parece hubiera deseado en un principio. Recuerdo haber oído decir a un profesor de historia del arte que El Greco llega a España desde Roma, donde no logra tener éxito en su intento de situarse allí como pintor, atraído por el Escorial. El mismo profesor nos indicaba que después de haber pintado el sueño de Felipe II hacia el mil quinientos setenta y tantos, el cuadro fue presentado al monarca y este no mostró ningún interés por el artista. También tengo presente en mi memoria que había quien situaba la creación de este cuadro hacia el mil seiscientos diez. Desconozco los fundamentos que puedan defender una u otra versión. ¿Son, en todo caso, alguna de ellas conforme la realidad? Es cierto que la fuerza de la mística toledana pedía algún pintor que pudiera complacerla y, como un meteorito caído del cielo, el discípulo de Tiziano encontró el lugar que le permitió desplegar su manierismo personal.

Su pintura se oscureció a lo largo de más de dos siglos y ningún discípulo, ningún seguidor y, aún menos, amantes. El gran siglo y el posterior ofuscó la obra del que a partir de finales del siglo XIX y principios del XX sería nuevamente considerado. Es así que la valoración de la obra de un creador sufre las sacudidas de los tiempos y de las individualidades. La obra de arte no depende única y exclusivamente de ella misma, sino, sobre todo, del receptor, en este caso del espectador. Ante mí, la obra de El Greco no es inmutable, es voluble como mi estado de espíritu. En febrero de este año, 2006, pude contemplar nuevamente el conjunto de obras que se encuentran en el Museo del Prado en Madrid y me avergüenza de no haber podido ver más que un conjunto de muñecos. ¿Fue mi incapacidad a bucear en la obra del pintor, o bien fue mi capacidad a no someterme al reconocimiento establecido por la historia?

Una experiencia personal de hacía unos años, me hizo reflexionar profundamente sobre el diálogo que se puede establecer entre la obra y el espectador y, consecuentemente, sobre la valoración de la obra de arte. Antes hay que decir que, cuando a principios de los años sesenta descubrí los impresionistas y mi pintura estaba sometida a los efectos de la luz; los grandes maestros franceses de finales de siglo XIX alcanzaron en mí los máximos valores de consideración. Teniendo en cuenta este enunciado, permitidme de haceros partícipes de mi experiencia. Muchos años más tarde, en febrero de 1997, yo me encontraba en la National Gallery de Londres, justamente en la sala de los grandes pintores españoles del siglo XVII. Allí estaban los Velázquez, los Grecos, los Riberas, los Murillos y tantos otros. Sin conciencia de la temporalidad de las vivencias de mi estado de espíritu, la vibración personal ante aquellas obras me absorbía de pies a cabeza; la estética de aquellos pintores llenaba plenamente mi espíritu. ¡Qué sensaciones sentía yo! Me encontraba inmerso en la estética de la pintura española del gran siglo. Después de un tiempo vivencial indefinido, fui a parar a las salas de los pintores impresionistas franceses. ¡Qué desazón! ¡Qué suciedad! Me fue muy fácil entender aquellos burgueses del último tercio del siglo XIX que rogaban a las mujeres embarazadas de no ir a ver aquellas exposiciones si no querían perder el hijo. Me fue necesario mentalizarme para poder cambiar en mí los parámetros que permiten valorar una estética concreta para, al menos, poder nuevamente acceder a dialogar con los pintores de la luz.

Un lugar que desde hacía años también deseaba ver era Súnion; el territorio más oriental del Mediterráneo donde llegaron los catalanes. El nombre de Sunion se mantendrá en mi memoria vinculado al de una escuela donde, a partir de 1977 y durante cinco o seis años, desarrollé una pequeña tarea pedagógica. Pep Costa-Pau fue el creador y el impulsor. Fue el creador de una escuela moderna con fuertes ideologías pedagógicas: hombre rígido, de carácter fuerte, dominador, dueño de sí mismo. La escuela, creada a finales del franquismo, tuvo que sufrir todavía las trabadas de la dictadura, pero con empeño y voluntad de servicio al país, Pep llevó adelante una escuela selectiva y moderna. Un par de años después de que yo dejara la escuela, Pep, bajando de Vilopriu, en el Empordà, donde proyectaba crear la escuela al campo, sufrió un accidente mortal en la autopista a la altura de San Celoni. Fue un gran personaje y amigo. Su viuda, Magda Planellas, aceptó unos años más tarde, en 1994, formar parte del patronato de la fundación que yo creé.

Jordi Rodríguez-Amat dibujando el templo de Poseidón en Cabo Súnion (2002)

Dibujo del templo de Poseidón en Cabo Súnion

Súnion ha quedado asimismo ligado para siempre al mito de Teseo y el Minotauro. No hace muchos años hice unos dibujos sobre este mito. Se veía un hombre matando una especie de bicho con cuernos. Se trata de una pequeña serie de dibujos de los que no quedé muy satisfecho. El hilo de Ariadna es el hilo de la vida, del laberinto, los espacios perdidos y reencontrados, es el hilo del destino que grava la huella del camino, del reencuentro de la salida y no el hilo de las migajas de pan dejadas a lo largo del camino, alimento de pájaros y otros pequeños alados. Es, además, el hilo de la investigación y del espíritu que alimentó el mito del colonizador de las Cicladas.

Poseidón, un día de mucho calor, sol radiante y potente, se sentó en la cima de un acantilado, Cabo Súnion, para poder dominar los grandes espacios marinos: el Egeo. Terrible y temido en el suelo, fue dios violento. El tridente, símbolo pagano transformado por el cristianismo en diabólico, y el delfín le acompañaron en sus recorridos marinos para transformarse en Neptuno, las hijas del que, supuestamente hermosas, eran admiradas por mi amigo el pintor Modest Cuixart en el Cabo de San Sebastián en Palafrugell.

Muchos otros lugares, ruinas y ciudades pude recorrer en mi periplo por Grecia. En Micenas me encontré con Agamenon rey de Argos, la Argólida y el Peloponeso y con quien pude hacer la guerra de Troya, aunque Jean Giraudoux deseara que "La Guerre de Troie m'eût pas lieu", pues, justo antes de caer el telón Hector dice: Elle aura lieu. Me hubiera gusta ser Paris para poder amar a la Bella Helena, pero allí, en medio de las ruinas de Micenas, una vez atravesada la gran puerta de los leones, tuve que tomar partido por los Aqueos, mientras Homero se escondía bajo los casi tres mil años de historia.

Jordi Rodríguez-Amat en la linea de salida de l'estadio de Olimpia

Muchos otros recuerdos de aquella estancia se concretan en mi memoria, entre otros Olimpia y Delfos. Permitidme manifestaros que una de las imágenes que más profundamente me impresionaron a lo largo de aquel periplo fue el Hermes de Praxíteles en Olimpia, sin lugar a dudas, una de las esculturas más maravillosas que hayan podido contemplar mis ojos. ¿Cómo es posible haber creado una obra como esta? Me he preguntado muchas veces. ¿Cómo es posible haber alcanzado los niveles a los que llegaron los escultores griegos de los siglos V, IV y III antes de Cristo? En mi mente hoy todavía se presenta como una realidad imposible de explicar. Grecia sigue siendo un pozo de conocimientos; un país, una historia, una cultura de donde emergió la esencia de nuestra civilización.

Hermes de Praxíteles

Jordi Rodríguez-Amat

5 de julio del 2006

A pàgina inici A Fundación Rodríguez-Amat