EL SUEÑO DE PIGMALIÓN Y GALATEA

JORDI RODRÍGUEZ-AMAT

 

Introducción

El mito de Pigmalión y Galatea.

En la narrativa de Ovidio, Pigmalión era un escultor cipriota que talló una mujer (Galatea) en marfil. No le interesaban las mujeres, pero su estatua era tan bella y realista que se enamoró de ella.

A partir de este mito, Rodríguez-Amat, yo, he escrito un cuento que he titulado El Sueño de Pigmalión y Galatea.

 

 

Desde hacía muchos años, nunca encontraba el camino que me hubiera podido otorgar la necesaria paz de espíritu para alcanzar la felicidad absoluta. Mi decepción hacia las mujeres de Chipre, consagradas a la prostitución, la brujería y otros sortilegios, me condenaron al celibato. El mío era un estado de absoluta decepción y la angustia no me permitía de aligerar el dolor que desgarraba mi corazón. Sólo el deseo de amor y de belleza que ardía en mi espíritu en el momento del acto creativo podía apaciguar el dolor que atormentaba mi alma.

Elevando los brazos, clamaba yo a los cielos de darme la fuerza necesaria para crear la mujer de mis sueños. Sin embargo, mis reflexiones no me ayudaban a lograr los estados sensitivos que hubieran podido librarme de la obsesión de dotar de alma el bloque de marfil que se encontraba enfrente mio. Día y noche, sin reposo, me consagraba al trabajo. Con placidez, experimentaba yo una cierta alegría de ver avanzar mi obra. El ardor y el esfuerzo en el trabajo llenaban mis ojos de lágrimas, provocadas por la intemperancia de mi fervor creativo. A veces me parecía que no había exigido a mi mente el impulso suficiente para dotar de vida mi Galatea. Deseaba crear la belleza en su estado puro, la mujer con la que siempre había soñado. El cincel, golpeado por los golpes de martillo dirigido por mi corazón, estremecía mi razón. Crear la mujer perfecta era el único objetivo que me proponía. Yo engalanaba la escultura, todavía sin acabar, con mis besos. Mis manos la acariciaban y, en todo momento, experimentaba el deseo de darle vida. Por las noches, no pudiendo dormir, continuaba con el trabajo hasta que, sin más fuerzas, me encontraba totalmente extenuado, arriesgando incluso mi total desfallecimiento físico.

 

 

 
Cuándo el artista, justo después de la salida del solo, encontrándose enfrente del mármol rústico, del marfil informe o del papel puro y blanco, siente, por un proceso psicológico, alejarse del dominio del razonamiento cognitivo, a pesar del miedo que invade su garganta, se obliga a emprender su tarea. Es entonces cuando, inconscientemente se arroja al fuego para, así, empezar la obra que, una vez acabada, lo acercará a Dios. Yo era el escultor que deseaba sentirse ser este artista. Fue así como, postrado ante el gran bloque de marfil, emprendí un largo viaje creativo que se prolongó durante muchos años. Un viaje que, finalmente, me permitió acercarme a la belleza absoluta. Una vez acabada, Galatea, ante mí, yo no podía parar de tocarla, de abrazarla, de acariciarla. Mis besos le daban aliento y, por momentos, sentía como el calor de su cuerpo hacía hervir mis venas. Me sentía obligado a dormir a su lado. Muchas veces pasaba las noches abrazándola.

 

Pigmalión y Galatea

Jean-Léon Gérôme. (1824-1904)

Pintor y escultor francés de estilo academicista.

 

La búsqueda del ideal de belleza y de amor me obligó a precipitarme a los pies de Afrodita para implorarle de librarme de la miseria personal en la cual me encontraba. Día y noche, me acercaba a ella para suplicarle de dar vida a mi Galatea. La invocaba, postrándome a sus pies, los ojos siempre en lágrimas.

Afrodita, tan desgraciado me vio que, finalmente, sintió piedad de mi infortunio. Me estrechó contra su pecho y me permitió de llorar. La emoción de encontrarme entre los brazos de Afrodita y el agotamiento físico y psíquico de los últimos días me adormecieron. Los últimos golpes de martillo me habían dejado extenuado. En el sueño me sentía estar en los brazos de Galatea. Ella me acariciaba todo el cuerpo, llenaba de besos mis mejillas y yo soñaba el sueño de la felicidad infinita. ¡Qué dulzura la mía! No quise despertarme nunca.

Jordi Rodríguez-Amat

 

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