EL SUEÑO DE TESEO

 

© Copyright Jordi Rodríguez-Amat

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Me había quedado dormido sentado en una silla del aeropuerto cuando, repentinamente y por suerte, oí el nombre de Hiraklión por los altavoces. Sobresaltado, corrí hacia la puerta de acceso. Allí había ya una larga cola, mientras los primeros pasajeros empezaban a pasar.

Después de recorrer unos cien metros a pie por el aeropuerto, subimos al avión. Era un pequeño bimotor a hélices, bastante viejo, y que, a mi parecer, no ofrecía el confort que se debe esperar de un avión para hacer el trayecto entre Atenas y Creta. La hora de despegue estaba programada para las ocho y media de la mañana. Llegaríamos a Creta en un par de horas.

A mi lado se sentó un hombre joven, pensativo y silencioso. Lo miré de reojo con la intención de averiguar su pensamiento. Sin reflexionar demasiado, pensé que este hombre prefería los pensamientos a las palabras. A pesar de estar a mi lado, se encontraba mentalmente lejos, muy lejos. Aún cuando mi deseo fuera el de conocer sus pensamientos, pura y simple curiosidad, no osé distraerlo.

Sin embargo, mi imaginación me permitió encontrar una explicación a su actitud. Si, si, claro, está reflexionando sobre la inmortalidad del alma y la reencarnación en otro ser, pensé. También puede ser que esté pensando en su amada. Su taciturnidad me da miedo, pensé de nuevo, a pesar de que soy un hombre valiente. ¿Será un terrorista islámico que quiere hacer volar el avión?

Al cabo de un buen rato me di cuenta que él también me miraba de reojo. ¿Y si él estuviera pensando lo mismo de mi? Tengo que hablarle, pero, ¿y si no habla mi lengua? Vestía de una manera extraña, digamos a la antigua. La túnica que vestía, con un cinturón muy por encima de la cintura, me hizo pensar en el Auriga de Delfos.

Miré por la ventana y ví que ya volábamos por encima del mar. El mediterráneo con su potente ultramar oscuro salpicado de puntos blancos que parecían palomas: Ce toit tranquille, où marchent des colombes,…

Repentinamente, aquel señor gira la cabeza, me mira, y me pregunta en una lengua muy antigua; ¿Dónde estamos? ¿Adonde vamos? ¿Quién eres tú? En aquel momento no supe qué decirle. Le miré fijamente a los ojos y, pasado un buen rato, fui yo quien le preguntó: ¿Tú quién eres? ¿Adonde vas? Tímidamente me contestó: Me llamo Teseo y soy hijo del dios Poseidón. ¿Me estará tomando el pelo este? ¿Y si ahora me dijera que va a matar al Minotauro? Intenté buscar la azafata con la mirada, pero no se veía.

Él, viendo que yo me quedaba estupefacto, me dijo que iba en barco de Atenas a Creta y con el calor del mediodía se quedó dormido en la cubierta. ¡Qué imaginación!, volví a pensar. ¿Y si fuera verdad? Miré mi reloj de pulsera y vi que se transformaba en una brújula. ¿Estaré soñando? Por mi mente empezaron a pasar todo tipo de ideas, entre otras, el deseo de acompañarle en su viaje.

Cuando finalmente me volví a despertar, me encontraba a su lado, en la cubierta de un barco de vela, navegando a gran velocidad. Él ya no vestía la túnica y, como yo, iba con el tórax al descubierto. A la vez que me di cuenta de que yo también hablaba su lengua, sentí el olor del sudor que impregnaba mi cuerpo. En el cenit, el gran astro lucía majestuoso. Un par de días más y llegamos a Creta, decía uno de los cabezillas de los remeros.

Pensé que todo lo que veía era real, pues, en la misma cubierta del velero había a seis chicos y siete chicas, todos ellos favorecidos por una gran belleza, los cuales tenían que ser devorados por el monstruo. En todo caso, no era fácil de creer lo que yo veía y sentía. Por otra parte me quedaba admirado de la capacidad que yo tenía de hablar perfectamente aquella lengua.

Amodorrado en mi asiento del avión, oigo como el comandante del bimotor nos indica por los altavoces que estamos a punto de llegar y que nos abrochemos el cinturón. La temperatura en Heraklión es de 22 grados, cielo despejado y buena visibilidad. Volví a mirar por la ventanilla. Allí, justo a mis pies, se mostraba Creta, hermosa, con pechos en forma de montañas, una de las cuales, Ida, albergó los primeros llantos de Zeus cuando, alejado de su padre, fue amamantado por la ninfa Amaltea.

Miré de nuevo al hombre de mi lado y, esta vez, iba vestido con una chaqueta de color gris oscuro y pantalones haciendo conjunto. Pensé que el deseo de llegar a Creta y poder adentrarme en el mundo minoico me obligó a soñar en espacios y tiempos pasados. El avión aterrizó sin problemas y, al poner pie en tierra, sentí la emoción de quien llega por primera vez en un lugar soñado desde hacía mucho tiempo.

Continué hablando con mi compañero de viaje. Él me dijo que iba a Cnosos, tierra minoica, capital del rey Minos y, sobre todo me dijo que iba a ver Ariadna. Yo, sin manifestarle mi estupefacción, puesto que pensaba que continuaba estando loco, le pedí que me dejara acompañarle. Con mucho gusto, fue su respuesta.

Mi espíritu gozaba de un cierto estado de excitación producido por la emoción de poderme introducir en el laberinto, acompañando al propio Teseo. Y, cada vez más, sentía latir mi corazón pensando en poder ver la bella Ariadna.

La visita a Cnosos no podía esperar mucho tiempo y después de descansar un buen rato y comer un bocadillo nos adentramos por carreteras deplorables con un autocar muy viejo dirección a Cnosos. Al cabo de algo más de media hora o tres cuartos llegamos a una zona despoblada. Allí, presumía yo, se encontraba muy cerca Minos, sentado en su trono, escondido en una de las mil salas de su palacio, la cámara real.

En el patio central de Cnosos había unos deportistas saltando por encima de un toro y, más allá, vi la bella Ariadna. Mi acompañante no se había dado cuenta y se lo tuve que indicar yo. El entorno estaba formado por grandes espacios monumentales, edificaciones de todo tipo guarnidas de pinturas murales, zócalos de piedra y alabastro, cámaras y más cámaras, pavimentaciones, almacenes y la columna en forma de tronco de cono invertida con un capitel en forma de garganta aplastada por debajo del ábaco.

Me di cuenta que Ariadna ya nos estaba esperando con un gran ovillo de hilo en su mano derecha. A mi acompañante le dio un par de besos, una en cada mejilla. A mí, sólo me dio uno. Nos habló de Pasífae, la madre del Minotauro, y del peligro que comportaba adentrarse en el laberinto, salas y más salas. Yo tuve miedo y no me introduje. Teseo, él, muy valiente, cogió el ovillo de hilo y, sin decir nada, desapareció por la puerta de entrada.

Empezaba a anochecer y Teseo no aparecía. Ariadna y yo mismo empezábamos a estar intranquilos. Después de mucho rato, hinchando mi pecho y, con un pronto de valentía, me adentré en el laberinto.

En aquel mismo momento, suena el despertador. Las seis y media de la mañana. Venga! es hora de levantarse.

Jordi Rodríguez-Amat

3 de Junio del 2013

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