EL SUEÑO DE VAN GOGH

Jordi Rodríguez-Amat

Tuve que esperar casi diez minutos en la cola ante la taquilla del museo d’Orsay para comprar el billete. Me costó 11 Euros. Me acuerdo de cuando el edificio del museo era una estación de tren. Posteriormente, y antes de ser restaurado y dedicado a museo, Jean-Louis Barrault, en un entoldado con graderías de madera situado en el interior del edificio, hacía representaciones teatrales. Esto ocurría tiempo después de los sucesos del mes de Mayo de 1968 en París en qué el actor i director teatral fue destituido del teatro Odéon en donde, a mediados de los años sesenta, dirigía y actuaba en diferentes obras teatrales. En mi memoria se mantienen vivas, entre muchas otras, Días enteros en los árboles de Marguerite Duras. Una de las piezas que no se borrarán nunca de mi memoria fue ver a la gran Madeleine Renaud interpretando Los días felices de Samuel Beckett en el Petit Odéon. Hoy, en el momento de entrar en el museo me he situado en el lugar exacto donde estaba situado el entoldado. Aquí, a principios de los años setenta pude ver alguna de sus representaciones. Concretamente recuerdo la magistral interpretación que hizo de Bajo el viento de las islas Baleares de Paul Claudel. Fue una velada difícil de olvidar. Después de las interpretaciones, el propio Jean-Louis Barrault conversaba en el hall de este teatro improvisado con aquellas personas que queríamos participar de sus comentarios. Él, con un vaso de vino rosé Cabernet de Anjou en la mano, comentaba y contestaba a nuestras preguntas. Hoy, tanto Jean-Louis Barrault como Madeleine Renaud hace tiempo que nos han dejado, pero las imágenes de todas aquellas vivencias se mantienen constantes en los espacios inherentes a mi memoria.

Desde hace bastantes años ya, la Gare d'Orsay se ha transformado en uno de los museos más importantes de París. El antiguo reloj de la estación se mantiene intacto, funcionando perfectamente. Antes de comenzar mi recorrido, preparando el espíritu para la contemplación y deleite de las obras, me senté en un banco, no muy lejos de la entrada, con un pequeño tríptico en la mano en el cual se encontraban las plantas de todo el museo con las indicaciones de las obras y de los artistas. Personalmente conozco muy bien el museo pues, cada vez que voy a París, y voy a menudo, me dirijo hacia él para poder disfrutar una y otra vez del arte francés del siglo XIX. Incluso, en mi recuerdo, se mantienen vivas las imágenes del antiguo museo llamado Le Jeu de Paume en donde, a lo largo de los años sesenta, pude contemplar y admirar las obras de los pintores impresionistas y post-impresionistas, obras situadas actualmente en el museo d’Orsay.

Tranquilamente sentado, me encontraba yo contemplando el ambiente que respiraban estos espacios. No habían pasado más de dos o tres minutos, cuando un hombre con barba pelirroja se me acercó y, con voz temblorosa, hablando un francés inusual me preguntó dónde estábamos y qué había aquí. Lo miré atentamente y pensé que su rostro era exactamente el del pintor Vincent Van Gogh. Quedé totalmente atónito y por un momento creí que estaba soñando. Me froté los ojos y le pedí de girar la cabeza. Vi que le faltaba una oreja. Miré a mí alrededor para intentar de averiguar si la gente advertía este personaje y ver si les parecía extraño o no, pero nadie le hacía caso. Era como si aquel personaje no existiera. Pensé nuevamente que estaba soñando. Hacía tiempo que había leído La Interpretación de los Sueños de Freud y recordaba uno de los capítulos: El sueño es una realización del deseo. Me toqué las manos y la cara y pedí a este personaje de darme la mano. No, no soñaba, era de carne y hueso. Llegué a pensar incluso que aquel personaje se había disfrazado de Van Gogh.

Él veía que yo no sabía qué decir, pero, al cabo de uno o dos minutos, le pedí de sentarse a mi lado. De una manera absolutamente inconsciente volví a pensar: soñando o no, me encuentro junto a un personaje mítico, aunque real y, instintivamente, me dije, trata de hacer amistad con él. Una posibilidad como esta no se presenta todos los días. Para confirmar la autenticidad del personaje le hice varias preguntas: ¿Tú te llamas Vicent y tienes un hermano que se llama Théo, verdad? Su respuesta fue afirmativa y, además, me preguntó que cómo lo sabía. Sin contestar, le pregunté si había nacido en Holanda. Ahora era él quien puso cara atónita. ¿Como sabía yo todo esto? me volvió a preguntar. Yo, siempre con un alto grado de incredulidad, seguía pensando que aquel hombre se había disfrazado y hacía ver que era Van Gogh. Lo que me seguía sorprendiendo era el hecho de que la gente no prestara atención al personaje. Parecía que no lo vieran o que para ellos era un hecho absolutamente normal.

Vincent, dejadme llamarlo así pues este es su nombre, me pidió que le explicara dónde estábamos y qué se hacía en aquel lugar. Yo con mucha cautela le pregunté si sabía lo que era un museo y su respuesta fue afirmativa. En París, me dijo, he visitado muchas veces el museo del Louvre. Tras explicarle que allí había muchos de sus cuadros, tuve el sentimiento de que se quería ir, como si tuviera miedo. ¿Qué hacen mis cuadros aquí? Me preguntó de nuevo. Vincent, continué, ¿Sabes que eres un pintor muy famoso, uno de los grandes creadores del arte moderno? Estas palabras causaron gran estupor en Van Gogh y su rostro, entre receloso y escéptico, se transformó totalmente. Sin embargo, su respuesta fue contundente: yo los quiero ver. Inmediatamente le pregunté dónde vivía aquí en París y me dijo que no vivía en París. Hace un mes que volví a Auvers-sur-Oise donde tengo una habitación alquilada en el albergue Ravoux. Yo seguía pensando, o yo sueño o este me está tomando el pelo.

Le dije que antes de ir a ver sus cuadros le iría bien de tomar un café con leche y fuimos al café Campana junto a la galería de los impresionistas. Yo pedí un café con leche y un croissant, él me dijo de pedir al camarero un vaso de absenta. Se lo bebió de un solo trago y me dijo que quería otro. Con la mirada lo analizaba todo; las luces, las mesas, las personas. No paraba de preguntarme. Yo iba de sorpresa en sorpresa, pues veía que, a pesar de su rostro y la ropa que aquel hombre llevaba, a nadie del entorno se le hacía extraño. Estaré soñando me preguntaba yo constantemente, pero no, el café con leche, el croissant, el camarero y todo el espacio era real. Pedí al camarero de acercarse y le pregunté: ¿Sabe usted quién es este hombre? ¿Qué hombre? respondió. En aquel momento no supe qué decir ni qué pensar. Pedí a Vincent de poderlo tocar nuevamente. Con cara de sorpresa me dijo que sí. Estaba claro, a mi lado había un hombre y éste era Vincent Van Gogh.

Mi sorpresa llena de estupefacción no fue un obstáculo para, pensé, seguir hablando con él. ¿Verdad que nos podemos tutear, Vincent? Si, si, está claro, me dijo, pero dime, ¿Quién eres tú y qué haces aquí? fue su respuesta. Le extrañaba que la gente fuera vestida de esta manera. Me dijo que iba a casa de su hermano Théo donde había quedado para comer con el crítico de arte Albert Aurier y su amigo Toulouse Lautrec y que, viendo unas máquinas con cuatro ruedas por las calles que corrían solas, se metió aquí dentro por miedo. ¿Has tenido que pagar la entrada no? ¿Qué es esto? Me dijo. Nadie lo ve, nadie se da cuenta, ¿Seré yo la única persona que lo ve? ¿Será un fantasma?

En mi mente aparecieron los recuerdos de los estudios de arte y el conocimiento que tenía yo de todo el arte de Paris de finales del siglo XIX y, evidentemente, había un crítico de arte llamado Albert Aurier y, sin lugar duda, Van Gogh conocía Toulouse Lautrec. Recordé haber leído el artículo que sobre Vincent Van Gogh escribió Aurier en el Mercure de France en enero de 1890 en donde, entre otras muchas cosas, decía, siluetas de llamas... paisajes flameantes… fuerte temperamento... enemigo de la burguesía... genio enloquecido… soñador…. viviendo de ideas y quimeras…

Inconscientemente miré mi reloj: las once y media del mediodía, 6 de julio de 1890, justamente el día que Van Gogh, en Paris, se encontró en casa de su hermano con Aurier y Toulouse Lautrec. ¡Oh, no! Tres semanas justas antes del 27 de julio, día en que Vincent se suicidó. Se me puso la piel de gallina. ¿Qué puedo hacer? ¿Lo puedo impedir? me dije a mi mismo. Le miré la frente. En ella estaba descrito su destino, y presentí que el destino no se podía detener. Vincent, le dije, no, no lo hagas. ¿Que no haga el qué? Suicidarte. Me sonrió. Ni tú ni yo podemos impedir nuestro destino final, por mucho que lo queramos hacer. Amigo, estás hablando con un muerto.

Pedí al camarero de acercarse. Por favor una copa llena de absenta para mí. ¿Aún no se ha tomado el café con leche, me dijo, y ahora quiere una copa de absenta? Si, y muy llena. Vincent me dijo, que él quería otra. Camarero que sean dos. Señor, ¿Se tomará el café con leche o no? No, se lo puede llevar. ¿Y el croissant? También se lo puede llevar.

El sueño es, decía Freud, la realización del deseo. ¿De qué deseo? ¿Habré deseado, yo mismo, ser Vincent Van Gogh? y ¿Se estará produciendo una especie de metamorfosis de mi persona en la de Vincent? ¿Me estaré convirtiendo en el fantasma que tengo a mi lado? ¿Seré yo mismo este individuo que nadie, excepto yo, ve?

Miré encima de la mesa i, evidentemente, había dos copas vacías. Yo sólo había bebido una, la otra se la había bebido Vincent. De reojo miré al camarero y me di cuenta que me miraba fijamente. Debe de estar pensando que yo me he bebido las dos copas. Volví a tocar con la mano Vincent. Estaba allí, a mi lado. Le tomé nuevamente la mano y pedí al camarero de aproximarse. Le acerqué la mano de Vincent y le dije: Por favor, toque este hombre. No me respondió y se fue. Se puso a hablar con una camarera que había detrás del mostrador y ambos me miraban fijamente.

Justo en la mesa de al lado había una pareja que, cuando yo hablaba con Vincent, no paraba de mirarme. Al cabo de un buen rato, el hombre me pidió: ¿Con quién habla? Le contesté con Van Gogh. Sin decir nada, se levantaron y se fueron.

Tengo la capacidad de hacer caso omiso de lo que puedan pensar o hacer los demás y continué dialogando con Vincent. Ahora ya éramos amigos. Tú dices que hablo con un muerto, pero, Vincent ¿Tú estás aquí, a mi lado y estamos hablando. Sin responder a mi pregunta me dijo: me encuentro bien aquí contigo.

Al rato de conversar con él, tuve la sensación de que me tomaba como confesor. Una de sus reflexiones fue: me he sometido voluntariamente a la ayuda económica de mi hermano Théo. Mi efervescencia creativa no me permite de aceptar un trabajo distinto al de pintor y, como mi hermano, crear una familia. No puedo vivir sin los colores, sin la luz, mi pasión me llevará al suicidio.

Continuamos hablando y mi apasionada admiración por él me obligó a sentirme metamorfoseado en su persona. Fue en ese momento cuando decidí dirigirme a la segunda planta, sala 71 donde se hallan mis obras. Aquí se encuentran La Iglesia de Auvers-sur-Oise, el Retrato del Dr. Gachet, mi Habitación en Arles y uno de los autorretratos pintado el 1889 entre otros muchos cuadros. En mi memoria aparecieron inmediatamente los recuerdos de las vivencias, de los lugares y de las personas con las que tuve contacto personal. El recuerdo, pensé, es la capacidad que tiene la memoria de revivir imágenes y sensaciones captadas en su momento por los sentidos.

Quería y deseaba la inmortalidad, me dirigía a ella con paso seguro, pero el tiempo, sentía yo, pasaba irremediablemente. Miré de nuevo mi reloj: las doce y media, 22 de julio del 1890. Sólo faltan cinco. No, no lo haré, me dije a mi mismo. El destino, sin embargo, es ineludible. Hay una predestinación. No lo puedo ni lo quiero evitar. Mi desgracia no tiene otra solución. Por momentos odiaba la sociedad, el mundo, a mí mismo. ¿Dios, porque me haces sufrir? ¿Porque me obligas a mi destino? ¿Haré sufrir las personas que me quieren? Soy una carga para mi hermano. No me lo puedo permitir. Si, ya lo sé, el suicidio es un camino. ¿Fácil o difícil? No quiero caer en la atonía de una vida burguesa. Quiero pintar. He superado David, Ingres, incluso Rembrandt. Fue fácil para ellos. Mi inquietud toma cuerpo por medio del color: amarillo, rojo, verde... Las armonías cromáticas hierven en mi espíritu. Las nubes, las estrellas, los campos, el amor. Quiero transformar los tonos y todos los colores en notas musicales. Sueño en el futuro, pero el destino se acerca. Muerto y enterrado, hablaré. Hablaré con mis obras a otras generaciones. Lo he conseguido, seré inmortal. Soy mi propia imagen, la imagen del artista que ha soñado, que ha vencido y que finalmente ha sucumbido a su propio destino. Los girasoles.... Tengo angustia... Tengo miedo...

El reloj: diez de la mañana, 27 de julio........... Arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias........ 29 de julio, una y media de la noche............

Jordi Rodríguez-Amat

25 de octubre del 2014

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